CELEBRACIÓN LITÚRGICA DE LA PASIÓN Y MUERTE DEL SEÑOR 

Tunja, 15 de abril de 2022

Nos ha convocado la fe de la Iglesia, que sabe que el Calvario es la síntesis de toda la historia de los hombres, oscurecida por el pecado, llena de tinieblas y de sombras de muerte, en la que brilla sereno y sublime, doloroso y magnífico a la vez, el rostro de Cristo, salpicado de dolor, de sudor y de lágrimas; abofeteado y escupido, pero sin embrago, sereno y magnánimo en su majestuosa realidad de Rey y Señor de la creación y de la historia.

Las palabras del profeta Isaías que se proclamaron en la primera lectura nos impresionan y sobrecogen, pues nos afirma que un mensajero rechazado es capaz de salvar a la humanidad entera. Mi siervo coronará su obra y será glorificado y enaltecido. Aunque muchos se aterrorizaron al verlo desfigurado y sin aspecto atrayente, se admirarán muchas naciones y pueblos, y los reyes quedarán mudos. 

Todo lo sufrido por el Siervo resulta ser una clave interpretativa de la historia de Jesús y alcanza su máxima intensidad en la muerte de Cristo. Ese siervo anunciado por el profeta, es Jesús de Nazaret, el hombre auténtico y obediente; el hombre que sufre por la tragedia del pecado, que abre a los otros hombres el camino de regreso a Dios.

Con la Carta a los Hebreos afirmamos solemnemente que con Jesús tenemos un Sumo Sacerdote superior a los demás. Él se compadece de nuestra debilidad, pues se sometió a toda clase de pruebas, como nosotros, pero sin pecar. Siendo el Hijo, sufrió para saber lo que es la obediencia y cumplir la voluntad del Padre.

En la pasión relatada por san Juan contemplamos que, en el juicio de Jesús, tiene lugar la máxima revelación de su identidad. Ante la pregunta de ¿a quién buscan?, a Jesús de Nazaret. Él contestó “Yo soy”.  Él es el Mesías, el Hijo de Dios. Él es el hombre del amor, de la paz, del perdón, de la reconciliación. Pedro en cambio, siempre impulsivo y cabeza de los Doce, niega su identidad, por eso dice “no soy discípulo de ese hombre del que me hablan”. “No conozco a ese hombre”. 

Al rechazo de Israel por parte de los judíos, sigue el rechazo de Pedro. Quien ha declarado que es capaz de ir hasta la muerte con Jesús, ahora ante una inofensiva y curiosa criada del sumo sacerdote lo niega tan rotundamente. También como Pedro, hemos negado a Jesús cuando hemos sentido vergüenza de ser reconocidos como cristianos católicos, cuando hemos sido indiferentes ante los hermanos que sufren, cuando en lugar del perdón hemos entregado odio y rencor. Cuando en lugar de solidaridad y servicio nos hemos encerrado en nuestros egoísmos.

En la entrada de Jesús a Jerusalén que conmemorábamos el domingo anterior se sentían las voces de los niños, de la gente humilde que aclamaba al Señor diciendo: Hosanna al hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor. Hoy hemos escuchado en cambio, otros gritos feroces: Crucifícalo, crucifícalo. Sí, muchos prefirieron la condena a muerte de Jesús y que Barrabás fuera puesto en libertad. Esos gritos de crucifícalo y de libertad para Barrabás se siguen lanzando en muchos sectores de nuestra sociedad, incluso por quienes un día fueron bautizados, hechos discípulos del Maestro.

Esos gritos de crucifixión se han repetido lo largo de la historia en diversos tonos. También hoy se grita crucifícalo, y suéltanos a Barrabás. El Barrabás del egoísmo y de la muerte cuando se dispone de la vida humana, se asesina por venganza, por apoderarse de los bienes ajenos en los atracos. Cuando se promueven y dictan leyes que van, no sólo contra la moral, sino contra la ley natural. 

Se pide la libertad de Barrabás y la crucifixión de Jesús en tantos hermanos despojados de su fama y su dignidad. En tantos jóvenes víctimas de las drogas, llevados allí por quienes han convertido el micro tráfico en una trampa mortal para envenenar muchos cerebros. Se prefiere a Barrabás y la crucifixión de Jesús en tantas criaturas que no llegaron a ver la luz porque el vientre de su madre se convirtió en el propio sepulcro. Jesús sigue siendo condenado a muerte y crucificado en tantos hermanos campesinos desplazados, despojados de sus tierras y de su dignidad. Jesús sigue siendo condenado a muerte y crucificado en tantas mujeres víctimas de la trata de personas o conducidas a la prostitución, en tantos desempleados, en los secuestrados, los desaparecidos, en los ancianos abandonados.

La cruz es la señal del cristiano. La cruz es camino a la madurez, porque pide disciplina, exige renuncia y fomenta la rectitud. Es el camino que nuestro Señor eligió para salvar. La cruz no es masoquismo, es requisito para ser discípulo del maestro: si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Para san Pablo, la cruz es el motor que lo impulsa a perseverar en la fe: líbreme Dios de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo (Gál. 6,14). 

Esa cruz que es escándalo para los judíos y necedad para los griegos. Escándalo para los de su raza que no conciben que su Mesías tenga un final trágico. Necedad para los griegos que buscan sabiduría. Esa cruz los católicos la veneramos porque Cristo la ha convertido en instrumento de vida y de salvación. La cruz vale por quien estuvo allí: Jesús de Nazaret.

En muchos ambientes se pide hoy un cristianismo del éxito, de la prosperidad, el triunfo, pero exento de cruz, de sacrificio. El cristianismo sin la cruz no es auténtico. Cruz sí, pero como camino de vida y salvación.

En este momento crucial de su entrega, Jesús ha pedido perdón para sus verdugos, Padre Perdónalos porque no saben lo que hacen;  ha prometido el reino al ladrón arrepentido, Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino; ha entregado su madre al discípulo y viceversa: Mujer, ahí tienes a tu hijo, hijo, ahí tienes a tu madre; se ha dirigido a su Padre por el abandono en que se encuentra sumido, Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado; ha manifestado tener sed, la sed de salvación por la humanidad, siente que todo está consumado y finalmente entrega su espíritu al Padre, quien lo entregará en Pentecostés a los discípulos para que continúen su obra.

Nos estremece ver a Jesús pendiente de una cruz, verlo clavado en ella por amor. 

El místico poeta, se estremece ante la escena de la cruz, de esta manera:

No me mueve mi Dios para quererte, el cielo que me tienes prometido

Ni me mueve el infierno tan temido, para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte, clavado en una cruz y escarnecido

Muéveme ver tu cuerpo tan herido, muéveme tus afrentas y tu muerte

Muéveme, en fin, tu amor y en tal manera, que aunque no hubiera cielo yo te amara

Y aunque no hubiera infierno te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara

Lo mismo que te quiero te quisiera. Amén

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