II Domingo del tiempo Ordinario

Hoy nos encontramos en la Casa de Dios, avanzando en nuestra peregrinación cuaresmal, y la Palabra que hemos escuchado nos invita a levantar la mirada, a ver más allá de nuestras preocupaciones terrenales, a dirigirnos hacia la gloria que Dios ha preparado para nosotros.

1. Abraham y la promesa: La fe en el pacto de Dios

La primera lectura nos presenta a Abraham, nuestro padre en la fe, quien recibe de Dios una promesa casi imposible: “Mira al cielo y cuenta las estrellas, si puedes contarlas. Así será tu descendencia” (Gn 15,5). Y aunque todo parecía indicar lo contrario, “Abraham creyó al Señor, y esto le fue contado como justicia” (Gn 15,6). Aquí vemos que la fe es un salto en la oscuridad, pero no en el vacío, sino en los brazos de Dios.

¿No es esta la misma fe a la que somos llamados hoy? En un mundo que nos empuja al escepticismo, al miedo y a la desesperanza, Dios nos llama a confiar en Él. Creer en sus promesas cuando todo parece adverso es el mayor acto de valentía que podemos hacer.

2. La Transfiguración: Un adelanto de la gloria futura

En el Evangelio, Jesús lleva a Pedro, Santiago y Juan a la cima del monte, y allí se transfigura delante de ellos. Su rostro resplandece, sus vestiduras se tornan blancas como la luz, y aparecen Moisés y Elías conversando con Él sobre su “éxodo” que iba a cumplirse en Jerusalén (Lc 9,31). En este momento sublime, los apóstoles vislumbran la verdadera identidad de Jesús y el destino final de quienes le siguen.

La Transfiguración no fue un simple espectáculo celestial, sino una lección fundamental para los discípulos y para nosotros: la gloria de la resurrección solo se alcanza a través de la cruz. Cristo brilla en la gloria porque primero abrazó el sufrimiento. Nosotros también estamos llamados a transfigurarnos, a dejar que Dios nos transforme, pero esto implica pasar por la purificación de la cruz, de las renuncias, del sacrificio.

3. Ciudadanos del Cielo: La verdadera patria del cristiano

San Pablo nos recuerda en su carta a los Filipenses: “Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo” (Flp 3,20).

¡Cuán fácil es olvidar esto! Vivimos atrapados en las preocupaciones diarias, en la economía, en la política, en la comodidad. Pero, ¡no hemos sido creados para lo efímero, sino para lo eterno! La Cuaresma nos desafía a despojarnos de todo lo que nos ata a este mundo y a dirigir nuestra mirada hacia la verdadera patria: el cielo.

San Agustín lo expresaba bellamente: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, I,1).

4. Un llamado a la acción: Transfigurarnos para transformar el mundo

Hermanos, hoy Dios nos hace una invitación urgente: ¡debemos transfigurarnos! Pero no con misticismos vacíos ni devociones estériles, sino con una fe que se traduzca en obras concretas.

Si decimos que creemos en Dios, ¡demostrémoslo! Si afirmamos que seguimos a Cristo, ¡caminemos con Él hasta la cruz! Si decimos que queremos cambiar el mundo, ¡comencemos por cambiar nuestro corazón!

San Juan Crisóstomo nos advierte: “No digas: ‘He pecado mucho, ¡no tengo perdón!’. No, Dios quiere salvarte. Abandona tu pecado y él te dará el cielo”. Dios quiere transformarnos, pero somos nosotros los que debemos abrirle la puerta.

Conclusión: Escuchar al Hijo amado

La voz del Padre resuena hoy, como en el Monte Tabor: “Este es mi Hijo amado, escúchenlo” (Lc 9,35).

¿Lo estamos escuchando de verdad? O ¿acallamos su voz con el ruido del mundo?

Que esta Eucaristía nos ayude a transfigurarnos desde dentro, para que reflejemos la luz de Cristo en nuestras familias, en nuestro trabajo, en nuestra comunidad. Que, cuando nos vean, no vean hombres y mujeres comunes, sino testimonios vivos de que Dios transforma, salva y glorifica a quienes confían en Él.

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