¡Tú que quieres juzgar, escucha primero a Dios!

Imaginen una plaza llena de gente, el murmullo de las acusaciones, los ojos encendidos por la ira, las manos crispadas sobre las piedras que pronto volarán. En el centro, una mujer, temblorosa, despojada de su dignidad, expuesta como trofeo de la hipocresía religiosa. Todo está listo para el veredicto. Y entonces, el Maestro se inclina, escribe en el suelo y con una sola frase hace estallar en mil pedazos la farsa de los jueces: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra” (Jn 8,7).

Hermanos, hermanas, ¿no es esta la escena de nuestro tiempo? ¿No es este el retrato de una humanidad que se ha vuelto perversa en sus juicios, pero indulgente con su propia mediocridad? Señalamos con desprecio los pecados ajenos, pero excusamos los propios. Reclamamos justicia implacable para los otros, pero misericordia cómoda para nosotros. La Cuaresma nos llama a despertar del sueño de la hipocresía y a mirarnos en el espejo de la Verdad: “No recuerden lo de antaño, no piensen en lo antiguo; miren que realizo algo nuevo” (Is 43,18-19). Dios está haciendo algo nuevo en medio de nosotros, pero ¿tenemos el valor de aceptarlo?

San Pablo lo dice con claridad: “Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor” (Flp 3,8). ¡Es tiempo de soltar las piedras! Las piedras del rencor, del juicio fácil, del egoísmo que nos hace creernos mejores que los demás. ¡Basta ya de vivir como si Dios no nos estuviera viendo! La Iglesia no es un tribunal de inquisidores, sino un hospital de pecadores. Aquí no hemos venido a condenar, sino a sanar, a rescatar, a reconstruir con Cristo una humanidad herida por la soberbia y el pecado.

Jesús no minimiza el pecado de la mujer adúltera, pero tampoco la aplasta con su culpa. Le ofrece algo que el mundo no conoce: misericordia con exigencia. “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más” (Jn 8,11). No es permisivismo barato, no es una disculpa sin conversión. Es el don de una vida nueva. ¡Cuántos de nosotros necesitamos escuchar esas palabras! Pero para ello, primero debemos arrojarnos a los pies del Maestro, no con piedras en la mano, sino con el corazón abierto a su perdón.

La Cuaresma es un tiempo para dejar atrás las sombras y lanzarnos hacia la luz. Como los cautivos que regresan de Babilonia, nuestra historia puede ser restaurada: “Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares” (Sal 126,5). Pero no hay resurrección sin cruz, no hay gloria sin conversión. No se trata de una farsa de apariencias religiosas, sino de una transformación real, concreta, que nos lleve a amar como Jesús ama, a perdonar como Él perdona, a vivir como Él vive.

Así que, la pregunta es ineludible: ¿De qué lado estamos? ¿Entre los que sostienen las piedras del juicio o entre los que se saben redimidos por la misericordia? Hoy, Dios te ofrece una oportunidad. No salgas de esta iglesia igual que entraste. Abre los ojos, abre el corazón, deja caer la piedra, y camina con Cristo hacia la Pascua.

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