“De lo que rebosa el corazón, habla la boca” (Lc 6,45)
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Hoy el Evangelio nos lanza un desafío claro y contundente: “De lo que rebosa el corazón, habla la boca” (Lc 6,45). No es una simple observación psicológica de Jesús, sino una verdad profunda sobre la condición humana y la vida cristiana. Lo que somos en nuestro interior tarde o temprano se manifiesta en nuestras palabras y acciones. No hay hipocresía que pueda ocultarse indefinidamente, no hay doblez que pueda mantenerse en pie ante la luz de la verdad.
El libro del Eclesiástico nos recuerda que “el fruto revela el cultivo del árbol” (Sir 27,6). En otras palabras, lo que damos al mundo con nuestras palabras y actitudes es el resultado de lo que hemos cultivado en nuestro interior. Si nuestra vida está enraizada en Cristo, si nos nutrimos de su palabra, si nos dejamos transformar por la gracia, entonces nuestro fruto será bueno. Pero si en nuestro corazón hay resentimiento, envidia, orgullo o indiferencia, tarde o temprano darán fruto en nuestra manera de vivir.
1. El peligro de la ceguera espiritual
Jesús nos pone una imagen radical: “¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¡No caerán los dos en el hoyo!” (Lc 6,39). Hermanos, ¿cuántas veces nos creemos maestros, jueces y guías, sin haber primero iluminado nuestra propia vida con la luz del Evangelio?
Vivimos en una sociedad que se precipita al juicio rápido, que condena sin reflexión, que levanta el dedo acusador sin mirarse primero al espejo. Las redes sociales han amplificado este fenómeno: opinamos de todo, criticamos a todos, pero ¿cuántas veces nos detenemos a examinar nuestro propio corazón?
Jesús no nos dice que ignoremos el pecado del hermano, sino que antes de corregir, nos revisemos a nosotros mismos: “Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano” (Lc 6,42). Solo cuando nos dejamos sanar por Dios podemos ayudar con amor y verdad a nuestros hermanos.
2. La hipocresía y el testimonio cristiano
La Iglesia está llamada a ser luz del mundo y sal de la tierra (Mt 5,13-16). Pero, ¿cómo podemos iluminar si nosotros mismos estamos en tinieblas? ¿Cómo podemos ser sal si hemos perdido el sabor?
Muchos hoy rechazan a la Iglesia, no por sus enseñanzas, sino por la incoherencia de quienes la representan. Como nos advierte el Papa Francisco, la hipocresía es “el lenguaje de los corruptos, de los falsos cristianos que se disfrazan de buenos, pero que por dentro tienen un corazón podrido” (Homilía, 6 de noviembre de 2018).
No podemos seguir jugando a ser cristianos los domingos y vivir como paganos el resto de la semana. No podemos hablar de amor y al mismo tiempo alimentar el rencor, no podemos predicar la justicia y tolerar la corrupción en nuestras propias vidas.
3. Llamados a dar frutos de santidad
San Pablo nos recuerda que nuestra victoria está en Cristo: “Manténganse firmes e inconmovibles, entréguense sin reservas a la obra del Señor” (1 Cor 15,58). Esto significa que debemos esforzarnos día a día en dar frutos de santidad.
Cada uno de nosotros es llamado a ser un árbol que da buenos frutos. Pero no podemos dar lo que no tenemos. Si queremos hablar palabras de vida, debemos llenar nuestro corazón de la Palabra de Dios. Si queremos amar con autenticidad, debemos recibir el amor de Cristo en la oración y los sacramentos. Si queremos construir una Iglesia creíble, debemos empezar por vivir el Evangelio con coherencia.
Conclusión: Un llamado a la conversión
Hermanos, hoy el Señor nos invita a mirar nuestro corazón. ¿Qué hay en él? ¿Amor o resentimiento? ¿Fe o indiferencia? ¿Coherencia o hipocresía? Recordemos: “De lo que rebosa el corazón, habla la boca” (Lc 6,45).
Pidamos al Señor que nos conceda un corazón nuevo, que transforme nuestro interior para que nuestras palabras y obras sean reflejo fiel de su amor. No basta con decir “Señor, Señor”; es necesario vivir como verdaderos discípulos, dejando que el Evangelio modele cada aspecto de nuestra existencia.
Que la Virgen María, modelo de corazón puro y palabra fiel, nos ayude a ser testigos auténticos del amor de Dios en el mundo. Amén.